Coquiba los vio llegar desde lejos. Nunca había visto algo
parecido. Desde donde estaba pudo notar
sus pieles pálidas y sus cabellos brillantes como el maíz al sol.
Entonces contempló las bestias, casi de su tamaño, del color de la
tierra, abriéndose el paso entre la maleza. El miedo se apoderó de su alma,
estuvo congelado por un instante y luego volvió en sí.
Supo que debía acercarse, como líder de su gente, tenía que averiguar de qué se trataba.
Al verlo llegar ellos se detuvieron. Comenzaron a hablar en
lenguas extrañas mientras lo señalaban.
Coquiba les dio la bienvenida a Pakaxa, su hogar, pero no obtuvo
respuesta. Los miró detenidamente, tenían cubierto todo su cuerpo y en sus
manos llevaban unas lanzas bastante raras, eran más brillantes y cortas que las
suyas y tenían una forma bastante distinta.
Parecían asustarse cada vez más. Él trató de tranquilizarlos, trató
de explicarles que no debían temer, pero nuevamente no le entendieron. Aún no terminaba cuando uno de ellos
lo señaló con su lanza. Se escuchó un golpe seco en el aire, entonces la
conmoción se esparció de choza en choza como si se tratara de un incendio. Fue como un trueno en las
noches lluviosas, pero El Gran Tialoc aún no había bendecido su tierra con el
agua del cielo.
Inmediatamente Coquiba se vio tumbado por una una fuerza imponente, estaba
confundido. Empezó a sentirse débil. Tocó su pecho... estaba sangrando.
Su última gran hazaña como cacique fue gritar con todas sus fuerzas
para que su gente se escondiera.
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