El ruido de la máquina
devolvió su mente al asiento donde se encontraba, antes de eso
divagaba en cómo el humo parecía formar palabras de despedida,
palabras que él no pudo escuchar.
Dentro del tren tenía su
nido el silencio, todos los pasajeros se miraban entre sí o
desviaban su vista al paisaje que estaban por dejar, pensando quizás
lo mismo que él.
De esta forma comenzó el
viaje y el joven sintió que su esqueleto se quedaba en aquél lugar,
se sintió incompleto. Sabía que el frío de los asientos no era
siquiera comparable con el vacío y la incertidumbre que albergaba.
En su pensamiento poeta las voces cobraban vida en forma de palabras
que él mismo se encargaba, casi de manera autómatica, en convertir
en tinta en su pequeña libreta que siempre le hacía compañía.
“Quiero que mi angustia
sea pasajera
que viaje en tren de
estación en estación
y se aleje humeante de mi
pecho.”
Entonces soltó su
pluma, cerró sus ojos y pensó en un rostro, durmiendo entre sus
costillas, justo al lado de esa bomba de sangre que lo mantenía aún
con vida, para su desgracia.
De nuevo su trance fue
interrumpido, esta vez el tren parecía gritar su nombre mientras
avanzaba por la llanura y se adentraba poco a poco en la oscuridad de
la noche.
No podía dejar de pensar
en esos ojos brillantes y tenues como la brisa. Sentía una profunda
impotencia al recordar cómo había obtenido el pasaje a esa máquina
infernal en la que se encontraba y en cómo no había tenido tiempo
ni para decir adiós a los labios que tanto lo extrañarían.
El viaje se había
extendido ya por varias horas. Horas en las que la desdichada alma no podía
sino golpear su cabeza contra el vidrio de la ventana, tratando de
convencerse a sí mismo que sólo era un sueño y que así
despertaría o al menos estaría lo suficientemente atontado para
alivianar la carga de pena que sostenía.
El tren pareció
detenerse y entonces como un trueno en seco se escuchó la voz de un
hombre, una voz altanera, despiadada. El joven sin embargo no logró entender nada, solamente siguió el rastro que dejaban las huellas de los demás hombres.
Ya no era él. El ambiente pesaba tanto sobre sus hombros que caminar se hacía una proesa.
Su habitación era grande, pero no era sólo suya. Treinta camarotes, quince de cada ala, lo recibieron. En su cama como en todas las demás había únicamente lo indispensable: una almohada, una sábana y por supuesto... un fusil.
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Ojalá en este mundo hubiera menos soldados y más poetas.