Estaba dicho, Ernesto no pintaría ni uno más de los astros que afloran el firmamento. La situación era cada vez más difícil; cada persona que ha girado indómitamente por este mundo ha optado, sea por melancólica necesidad, sea por libre albedrío, por apropiarse sin más de una de sus pequeñas obras de arte que con tanta dedicación y esfuerzo había él imaginado en su proceso creativo, para luego con aún más ímpetu empeñarse en materializar, y ante esto, naturalmente, le crecía un disgusto rapante que acabó por manifestarse en una singular huelga creacionista.
Ernesto no era un creador de esos egoístas; al principio se deleitaba de ese instinto humano de absorber para sí el conocimiento universal, dejando de lado incluso las necesidades e instintos, sin duda idénticos, de sus congéneres. Era, solía pensarlo, como el drama plausible e inevitable que surge entre dos gatos hambrientos por un vivo y jugoso bocado en medio de ambos, que acababa por dejar un vencedor y dos tristes perdedores, uno en definitiva más afortunado que el otro. Sin embargo, luego de milenios de idas y vueltas, de ver al hombre cada generación más ensimismado, más alejado de su especie como un todo, menos interesado en la estrella
per se y más en el arraigo consumista de "una estrella más", se le fue formando un volcánico furor contra la humanidad.
Este volcán, que era ahora su eterno ser, se había tornado un éter vengativo y presurizado, con la apocalíptica y poco valorada habilidad de crear las estrellas más hermosas y fatales que cualquier ente en todo su universo hubiese podido siquiera imaginar. La pacífica huelga que ostentaba Ernesto desde hacía unos mil años habíase dilatado a tal extremo que había adquirido los más oscuros e intransitados tintes del odio y por tanto había dejado ya su calificativo para transmutarse en justamente lo contrario.
Como tuvo que hacerlo a finales del Cretácico, como suelen conocerlo los humanos, con esa otra especie reptante y egoísta, surgió en su mente inmortal la más perfecta de sus creaciones:
Un día cualquiera en la mísera vida de un hombre cualquiera, en el infertil cielo de la Tierra se vió asomar el rostro ardiente e inmaculado del más amado de sus hijos asteroides. El humano regresaba por fin al polvo.
Ernesto aplaudía frenéticamente.