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martes, 27 de septiembre de 2011

Cuento: Guerrero



El ruido de la máquina devolvió su mente al asiento donde se encontraba, antes de eso divagaba en cómo el humo parecía formar palabras de despedida, palabras que él no pudo escuchar.
Dentro del tren tenía su nido el silencio, todos los pasajeros se miraban entre sí o desviaban su vista al paisaje que estaban por dejar, pensando quizás lo mismo que él.
De esta forma comenzó el viaje y el joven sintió que su esqueleto se quedaba en aquél lugar, se sintió incompleto. Sabía que el frío de los asientos no era siquiera comparable con el vacío y la incertidumbre que albergaba. En su pensamiento poeta las voces cobraban vida en forma de palabras que él mismo se encargaba, casi de manera autómatica, en convertir en tinta en su pequeña libreta que siempre le hacía compañía.

“Quiero que mi angustia sea pasajera
que viaje en tren de estación en estación
y se aleje humeante de mi pecho.”

Entonces soltó su pluma, cerró sus ojos y pensó en un rostro, durmiendo entre sus costillas, justo al lado de esa bomba de sangre que lo mantenía aún con vida, para su desgracia.
De nuevo su trance fue interrumpido, esta vez el tren parecía gritar su nombre mientras avanzaba por la llanura y se adentraba poco a poco en la oscuridad de la noche.
No podía dejar de pensar en esos ojos brillantes y tenues como la brisa. Sentía una profunda impotencia al recordar cómo había obtenido el pasaje a esa máquina infernal en la que se encontraba y en cómo no había tenido tiempo ni para decir adiós a los labios que tanto lo extrañarían.
El viaje se había extendido ya por varias horas. Horas en las que la desdichada alma no podía sino golpear su cabeza contra el vidrio de la ventana, tratando de convencerse a sí mismo que sólo era un sueño y que así despertaría o al menos estaría lo suficientemente atontado para alivianar la carga de pena que sostenía.
El tren pareció detenerse y entonces como un trueno en seco se escuchó la voz de un hombre, una voz altanera, despiadada. El joven sin embargo no logró entender nada, solamente siguió el rastro que dejaban las huellas de los demás hombres.
Ya no era él. El ambiente pesaba tanto sobre sus hombros que caminar se hacía una proesa.
Su habitación era grande, pero no era sólo suya. Treinta camarotes, quince de cada ala,   lo recibieron. En su cama como en todas las demás había únicamente lo indispensable: una almohada, una sábana y por supuesto... un fusil.


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Ojalá en este mundo hubiera menos soldados y más poetas.


2 comentarios:

  1. no pude evitar recordar a Silvio... "la guitarra del joven soldado es su mejor fusil"...

    vaya forma de relatar, Jeff

    ¡grande!

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  2. jeje gracias :D
    Sinceramente me hubiera gustado darle como un poquito mas de contenido a la historia pero es eso que uno escribe y como que en cierto punto se frena nadie sabe por que jaja pero bueno jeje volviendo al tema: Gracias ale :P

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